domingo, 23 de septiembre de 2018

Próxima edición de mi primera novela


Tengo el placer de comunicaros que en breve editaré y estará a la venta mi primera novela, Arcángeles. Os mantendré informados del día de la presentación. 

viernes, 23 de octubre de 2015


Sí, por fin he decidido sacar a la luz este proyecto que se empezó a gestar en mi cabeza allá por Semana Santa de 2013.
Un buen día decidí dar el salto y pasarme al otro lado, ese en que alguien desconocido para nosotros nos hacía sentir experiencias increíbles en otros mundos, cercanos o no.
Os dejo el primer capítulo de Arcángeles. Si os gusta, habré conseguido una doble misión, porque yo ya me divertí escribiéndolo.

Disfrutadlo!!!!!!! 


 



El incidente (algunos meses antes)

A
quel tipo no se esperaba el primer golpe, tampoco el segundo. En el tercero tomó precauciones y se cubrió la cara con el antebrazo, pero mi puño, lleno de ira, impactó sobre su mentón y lo dejó aún más aturdido. A duras penas, echó mano al bolsillo trasero de sus raídos vaqueros y me mostró el filo de una navaja. No soy un experto en artes marciales, pero con lo aprendido en la academia tuve suficiente para desarmarlo. La ofensa le costó otro puñetazo aún más violento. Oí cómo crujía su tabique nasal e inmediatamente un borbotón de sangre le inundaba la cara mientras se retorcía de dolor y caía al suelo.
Estaba fuera de mí, hasta tal punto que le golpeé las costillas con un par de patadas. Él se protegió haciéndose un ovillo que deshice con un certero golpe en los riñones. Entre quejidos de dolor, no paraba de pedir clemencia. Me arrodillé, le agarré del pelo y giré su cabeza para encontrar sus ojos.
—Ahora ya sabes quién soy y lo que puedo hacerte.
—¡Puto madero de mierda! —farfulló mostrando sus dientes manchados de sangre.
La mía hirvió en las venas de manera salvaje. Entonces saqué mi pistola y le metí el cañón dentro de la boca. El arma chocaba contra los dientes debido a la tensión acumulada, mientras que sus ojos seguían vertiendo lágrimas que se iban mezclando con la sangre al llegar a las inmediaciones de su nariz.
—¡Te voy a volar la puta tapa de los sesos! ¿Me oyes, cabrón?
Su camiseta sirvió para limpiar la pistola antes de volver a guardarla. Me incorporé y, de nuevo, mi odio se clavó en sus ojos antes de darme la vuelta para largarme de allí.
—Sabes que esto no quedará así, ¿verdad, cabrón? —dijo, entre gimoteos, antes de expulsar un gran esputo teñido de sangre.
—¡Me importa una mierda!



Los pájaros no caen en tu trampa si la has puesto a la vista

Lunes, 6 de agosto de 2012


L
a tormentosa jaqueca que me perseguía durante varios días volvió a estallar en mi cabeza. Era como una de esas nubes de otoño que se agarran a las montañas y no las dejan en semanas. Esta llevaba conmigo, tronando en mi cerebro y descargando un diluvio de reflexiones, desde el incidente. Sus efectos habían sido tan desastrosos como imaginables.
No sé en qué momento perdí las riendas de mi vida, pero sabía que hoy podía ser el comienzo de algo que lograse revertir el proceso, porque, como bien dice mi madre, lo único que no tiene solución es la muerte. Sea como fuere, allí estaba, sentado en el retrete, masajeándome las sienes con los dedos para aliviar el dolor de cabeza.
Cerré el grifo y salí de la ducha. Cuando terminé de secarme, me enrollé la toalla alrededor de la cintura y me senté; y volví a repetir el masajeo obteniendo mejor resultado. Me levanté y me miré en el espejo, que me ofreció una figura espectral, con el rostro avejentado, los ojos enrojecidos por la falta de sueño y una extrema lividez en las ojeras, que se entendían por una cara paliducha, de aspecto descolorido y enfermizo, con barba de varios días y greñas dignas de un hippie de los sesenta en fase de desintoxicación.
—¿Quién eres? ¿Dónde está el hombre que antes habitaba ese cuerpo? —Una voz insignificante resonó en mi cerebro a modo de conciencia, como si intentase pedirme explicaciones sobre mi estado actual. No hubo respuesta, porque aquel hombre estaba lejos de allí, había sido arrastrado por la marea hacia el fondo del inmenso mar, tan inmenso como la soledad en la que me encontraba en aquel momento.
Me peiné e intenté alisar las ondulaciones del pelo y en el cepillo quedaron atrapados algunos cabellos castaños mezclados con un par de canas. Me afeité a duras penas, dejando un par de mellas en la cara, nada que no se pudiera reparar con unos pequeños trozos de papel higiénico. De regreso en la habitación, me senté en la cama aún deshecha. A mi alrededor todo era desorden; la ropa tirada de cualquier manera por todas partes, el calzado esparcido por el suelo y varias botellas de whisky barato extintas encima de la mesilla. Pensé que debía poner fin a aquello antes de parecerme a un anciano con síndrome de Diógenes. Pero para eso ya habría tiempo, ahora debía marcharme de allí pitando si no quería llegar tarde a la cita.
Me enfundé mis inseparables vaqueros y una camisa de verano de color caqui. Estaba un poco arrugada, pero ya no tenía remedio. La soledad es lo que tiene, ahora no estaba mamá para hacerlo. Pasé por la cocina y abrí la nevera, di un buen trago de agua para aplacar la sed y deshacerme de la pastosidad de la boca. Luego, entré en el salón, cogí el móvil, la cartera y las llaves de encima de la mesa y salí de casa.
Al llegar a la esquina advertí que mi autobús se alejaba de la parada, así que decidí coger el metro y aceleré el paso para ganar el tiempo perdido.
El convoy traqueteaba rápidamente por los túneles, como un topo metálico bajo el subsuelo de Madrid. El vagón estaba casi vacío; dos personas que charlaban en uno de sus extremos y un grupo de jóvenes extranjeros que me pareció que hablaban en alemán. Reían de manera escandalosa mientras uno de ellos cantaba con un horroroso y a la vez desafinado tono de voz. No me pude contener y esbocé una sonrisa. Al ver mi gesto, una de las chicas cuchicheó algo ininteligible a los demás que hizo que las carcajadas fuesen aún más fuertes.
El tren llegó a Cuatro Caminos, se abrió la puerta y bajé del vagón. Miré de nuevo el reloj y comprobé que me sobraba tiempo, así que subí con calma por las escaleras mecánicas hasta llegar a la calle. Fuera hacía calor, pero no era agobiante, lo que propiciaba que la ciudad se mostrase viva aunque fuese agosto. Había personas paseando por la calle, algunas de ellas turistas, y como era la hora del aperitivo, las terracitas de los bares estaban casi repletas. En muchos negocios se veía el cartel de cerrado por vacaciones. Aproveché para entretenerme mirando alguno de los escaparates de los que estaban abiertos.
Volví a mirar mi reloj; solo faltaban doce minutos para la una. Saqué del bolsillo de mis vaqueros el papel con la dirección que me anotó Guzmán: Bravo Murillo, 122, 6.º D, Gabinete Iglesias. Después de un rápido vistazo a mi alrededor, localicé el portal en la acera de enfrente y crucé la calle. Empresa fácil, pues apenas había tráfico, algunos taxis, un par de autobuses, pero casi ningún vehículo particular. Sin duda era el sueño de cualquier conductor madrileño.
El 122 era un edificio muy grande de siete plantas y con amplios ventanales, de estilo modernista, probablemente de primeros del siglo xx, pero se notaba que había sido reformado. La combinación del rojo de sus ladrillos y el blanco de la fachada, junto con los dinteles tallados de las ventanas y las barandillas de los balcones, lo hacían muy distinguido y le daban un aspecto burgués. La puerta era de forja y cristal y estaba coronada con un arco de medio punto, también acristalado. El directorio del portero automático indicaba que allí había, además de domicilios particulares, una asesoría, un podólogo, una clínica dental y hasta una agencia de viajes. Apreté el botón del 6.º D, di un paso atrás y alcé la mirada hacia las nubes. Sonó una suave voz femenina.
—¿Quién es?
—Gabriel Almansa, tengo cita a la una —contesté.
—Muy bien, suba.
Empujé la pesada puerta y entré en el vestíbulo. Hacía fresco. De sus paredes revestidas de mármol rosáceo colgaban, en la parte izquierda, un gran espejo, delante del cual pude arreglarme un poco el pelo, y en la derecha un cuadro dividido en cuatro partes con una bonita panorámica nocturna del centro de Madrid. En el suelo, a cada lado de la puerta, dos exuberantes ficus daban un aspecto exótico a la estancia. Un pequeño tramo de escaleras, de unos diez escalones, desembocaba en el vestíbulo principal. A la derecha estaba el mostrador de la recepción y justo enfrente los ascensores. Tomé el de la derecha, que tenía la puerta abierta, y pulsé el botón. Salí del ascensor cuando este se detuvo en la sexta planta y en un momento estuve frente a la puerta con la letra D. Junto a ella observé una placa metálica en la que se leía: Gabinete Iglesias, Psicólogos. Aspiré profundamente y llamé al timbre. La puerta se abrió al cabo de unos instantes. Tras ella, una joven con una gran melena rubia que resbalaba sobre sus hombros me obsequió con una generosa sonrisa, mostrando unos dientes casi perfectos. La piel de su cara, bastante maquillada, era como la porcelana, blanca y suave, y en ella lucían dos grandes ojos de un azul intenso. Unos grandes labios carnosos, pintados de rojo carmín, remataban la belleza de su rostro.
—Buenos días, señor Almansa. Me llamo Paloma —dijo con voz suave, casi sensual.
Respondí a su saludo amablemente mientras mis ojos seguían ocupados en descubrir su belleza.
Vestía una blusa azul celeste abotonada pero con un generoso escote, y una minifalda de tubo de color negro. Calzaba unas sandalias azules trenzadas y con plataforma de madera que la elevaban casi diez centímetros del suelo.
—Pase y siéntese, la doctora Iglesias le atenderá en breve —me señaló un sofá con un delicado movimiento de su mano.
Agradeciendo su gesto me senté en él. Sin darme tiempo a acomodarme me ofreció un café mientras esperaba, pero negué con la cabeza.
—La doctora está con un paciente, pero no tardará mucho —explicó con voz suave y cadenciosa—. Mientras tanto deberá rellenar un cuestionario y firmar el consentimiento médico informado. Espere un momento, ahora mismo vuelvo.
Aproveché su salida de la recepción para observar más detalladamente su cuerpo: muslos firmes, largas piernas y un trasero muy bien torneado. Era verdaderamente hermosa y además con un cuerpo escultural, el sueño de cualquier hombre.
Noté que mis manos temblaban en exceso y me escocían los ojos. Casi no había dormido la noche anterior y me encontraba muy cansado, así que recosté la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. El sofá era muy cómodo, la temperatura agradable y una dulce y armoniosa melodía salía de unos altavoces encastrados en el techo y me fue envolviendo, poco a poco, hasta que casi me quedé dormido. Solo el taconeo de unos zapatos sobre el suelo de tarima hizo que despertara de aquel pequeño trance.
—Aquí tiene el cuestionario, le presto mi bolígrafo para rellenarlo —sonrió de nuevo la joven rubia—. También le he traído un vaso de agua fresca, he notado que venía acalorado.
Se acercó a mí para ofrecérmelo y observé que se había desabotonado la camisa, uno o dos botones, y dejaba entrever algo más de su escote. Me levanté del sofá exhibiendo una amplia sonrisa, alargué la mano y cogí el vaso de agua. Mi mirada acarició sus pechos firmes resaltados por la blusa. Fue solo un instante, pero percibí que se había dado cuenta de mi gesto y disimulé de manera torpe derramando algunas gotas del vaso al cogerlo. Ella sonrió y rozó mi mano suavemente con sus dedos haciendo que se me pusiesen los pelos de punta. Le di las gracias atropelladamente y enseguida me aparté.
—De nada —sonrió otra vez, esta vez de manera pícara—. Si necesita algo no dude en pedírmelo.
Me senté y comencé a responder las preguntas del cuestionario: ¿de dónde eres?, ¿cuántos años tienes?, ¿estás casado?, ¿en qué trabajas?... Mientras escribía no me podía quitar de la cabeza aquella caricia furtiva sobre mi piel y me volví a estremecer; levanté la mirada hacia el mostrador donde estaba ella y comprobé que me observaba de manera descarada. Agaché la cabeza como un tímido colegial y, ruborizado, seguí con el cuestionario hasta completarlo. Luego leí el consentimiento médico y lo firmé.
—Ya está listo —exclamé después de tragar saliva para aclararme la voz—. ¿Dónde está el servicio? —me levanté del sofá.
—Acompáñeme —dijo haciéndome un gesto con la mano—. De paso llevaré el cuestionario a la doctora Iglesias.
Mientras la seguía, observé que era un piso bastante grande que habían convertido en consulta. Había poca luz, esto le daba un ambiente íntimo; sus largos pasillos, con varias puertas a un lado y a otro, provocaban en mí la sensación de estar atrapado en un pequeño laberinto. Tras dar una docena de pasos, la joven me señaló la puerta del fondo del pasillo, luego giró sobre sí misma y se marchó. Seguí con la mirada el exagerado contoneo de sus caderas mientras se alejaba, parecía exhibirse en la pasarela de un desfile de modas.
Entré al servicio y encendí la luz. Me llevé la mano a la frente y aparté unas gotas de sudor que aparecieron por el nerviosismo. Echaba de menos un trago. Llevaba una semana sin beber y aquello empezaba a hacerse eterno.
Me senté sobre la tapa del retrete. Volví a utilizar el truco del masaje en las sienes y moví de un lado a otro la cabeza para estirar los músculos del cuello y aliviar la tensión. Llené el lavabo de agua fría y me mojé la cara y la nuca. Luego me sequé la cara con fuerza y al menos eso me despejó. Nada más cerrar la puerta del baño, me encontré de bruces con la joven.
—La doctora le espera, acompáñeme por favor.
La seguí hasta que llegamos frente a una puerta en la que ella tocó con los nudillos suavemente un par de veces.
—Adelante —sonó tras la puerta.
—Pase, señor Almansa —dijo la joven, mostrando de nuevo lo orgullosa que estaba de sus dientes.
Una vez dentro, noté un intenso olor a perfume caro. La evidencia me decía que aquella mujer sentada tras el escritorio era la doctora Iglesias. Aparentaba unos cincuenta años. Su pelo era negro, al igual que sus ojos, y me pareció muy delgada. Eso hacía que su nariz destacase enormemente en su cara. Llevaba un vestido gris marengo cruzado en el pecho, alrededor de su cuello un collar de perlas y en sus muñecas lucía un bonito reloj y un par de pulseras de oro. Se levantó de su asiento y se acercó a mí para estrechar mi mano.
—Soy la doctora Teresa Iglesias. Encantada de conocerle, Gabriel. Póngase cómodo —dijo señalándome un sofá de piel—. ¿Le apetece un refresco o un café?
—No, muchas gracias —moví la cabeza en señal negativa.
—Si me disculpa, vuelvo en un instante.
Mientras me ponía cómodo, observé el despacho. Era amplio, o eso me pareció a mí. Puede que fuera la escasez de mobiliario: el sofá, una silla frente al escritorio y otra detrás de él, un armario, y al fondo, junto a la ventana, una lámpara de pie que daba luz a la estancia, ya que las persianas estaban bajadas. Las paredes eran de un color malva muy suave y de ellas colgaban numerosos diplomas y un par de orlas universitarias.
—Ya estoy aquí —dijo cerrando la puerta tras ella—. Voy a bajar un poco la luz, así estaremos mejor.
Se acercó a la llave de la luz y giró una pequeña rueda, aunque la claridad de la estancia no disminuyó al instante, sino que se fue desvaneciendo a cámara lenta. El despacho quedó casi en tinieblas y mis ojos lo agradecieron. Acercó la silla que había enfrente del escritorio a los pies del sofá, se sentó en ella y cruzó las piernas con agilidad. En las manos llevaba una carpeta y una pequeña libreta. La poca luz que había en el despacho y la posición en la que se sentó bajo la lámpara hicieron que su cara se alargara aún más que antes. Me pareció estar enfrente de una bruja de cuento, solo le faltaba la verruga y abrir la boca enseñando la ausencia de algún diente.
Reprimí una sonrisa.
—¿Le parece bien si comenzamos? —preguntó.
Asentí con la cabeza sin más.
—He visto que no es la primera vez que acude al psicólogo. ¿Sabe entonces en qué consiste este tipo de entrevistas?
—De aquello hace... —intenté recordar la fecha exacta pero no pude concretar—. Unos diez años. Hubo un tiroteo. Tuve que utilizar mi arma y murió gente. El protocolo policial me obligó a asistir a unas sesiones.
—Está bien. No volveremos a hablar de eso a no ser que usted desee hacerlo.
—Eso está superado.
—Muy bien. Pues entonces empecemos con lo que nos atañe en este momento. El inspector Guzmán me ha comentado que tiene problemas. ¿Desea que le ayudemos?
—Si estoy aquí, es evidente que necesito ayuda.
Aunque mi respuesta sonó algo chulesca, ella me alentó con una tímida sonrisa.
—Es un buen comienzo. Admitir un problema es lo más importante, luego todo es más fácil.
Cogió la libreta y anotó algo mientras me preguntaba:
—¿Cuánto hace que conoce a Guzmán?
—Unos seis años, más o menos —respondí haciendo algo de memoria.
—¿Qué opina de él?
—¿Es necesario que conteste? —me incomodó la pregunta, las manos me empezaron a sudar y me puse más nervioso aún.
—No —replicó ella de inmediato—. Puede abstenerse de responder cuando lo desee, pero será más fácil para todos si lo hace. Todo lo que diga es confidencial —dijo para infundir algo más de confianza.
Tras unos segundos de reflexión me decidí a contestar.
—Es... —no encontraba las palabras—. Diferente.
En su cara asomó una discreta sonrisa.
—Guzmán puede tener muchos calificativos, pero diferente es lo mejor que he podido oír sobre él.
Su ingeniosa respuesta me hizo sonreír y me relajé un poco. La verdad es que Guzmán a veces era como un grano en el culo.
—Supuse que por cómo insistió en que le tratase le tiene en gran estima. ¿Son muy amigos?
—Quizá al principio de conocernos… Antes era un tipo más tranquilo y agradable. Ahora..., digamos que no apruebo sus métodos y nos hemos distanciado un poco.
Volvió a tomar la libreta y de nuevo escribió algo. Luego abrió la carpeta y cogió el cuestionario que yo había rellenado. Lo ojeó, se detuvo en la segunda hoja y me preguntó si había bebido recientemente.
—No —respondí secamente.
—¿Desde cuándo no bebe?
—Desde hace una semana.
—¿Le gustaría beber ahora?
—¡Pues claro! —dije con chulería—. Soy un borracho y los borrachos beben.
No dijo nada, se limitó a coger la libreta y volvió a escribir. Su cara no mostró ningún signo de contrariedad a pesar de que mi respuesta fue del todo estúpida e innecesaria.
—Veo que toma pastillas para dormir —dijo sin levantar la vista del cuestionario.
—Sí.
—¿De qué tipo y qué dosis?
—Midazolam, 15 mg al día, antes tomaba Alprazolam pero no me hacían suficiente efecto.
También lo anotó en la libreta.
—¿Toma o ha tomado drogas? —alzó la vista para buscar mis ojos.
—Algún que otro porro, ya sabe…, las tonterías que hacía uno de chaval para experimentar.
—¿Fuma?
—Lo dejé hace tiempo. Ahora solo fumo cuando estoy muy nervioso. Digamos que me relaja.
Volvió a coger el cuestionario con mis datos y siguió leyendo.
—Está casado y tiene una hija, ¿verdad?
—Sí, pero no vivimos juntos. Mi mujer quiere que las cosas se tranquilicen antes de tomar una decisión definitiva. Mi hija vive con ella, tiene catorce años —un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Desde nuestra separación, hablar de ellas me producía demasiada emoción y no pude contenerme, me llevé las manos a la cara y respiré profundamente.
—¿Está bien? —preguntó al ver mi gesto.
—No es nada, solo estoy un poco nervioso.
Con extrema amabilidad esperó a que me serenase para seguir con la entrevista.
—Guzmán me dijo que estaba suspendido de empleo y sueldo. ¿Desde cuándo?
—Hace cuatro meses.
—¿Le importaría contarme qué ocurrió?
—Agredí a un tío y saqué mi arma sin causa justificada.
—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo.
—Pillé a mi hija con unas pastillas de éxtasis. A pesar de que me juró que las guardaba para unas amigas y que nunca las había tomado, le di un par de bofetadas. Luego, conseguí que me dijera qué camello se las había pasado —se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron algunas lágrimas.
—¿Le parece que paremos un momento? —preguntó con un tono muy tranquilizador, casi piadoso.
—No —dije tomando aire—. Estoy bien.
Despegué la espalda del sofá y me incorporé mínimamente, la miré a los ojos y continué.
—Para un poli, que su hija se meta la mierda que él intenta eliminar de las calles es lo peor. He visto chicas de su edad colgadas por las drogas y a punto de morir. Eso es difícil de digerir para un padre —hice una pequeña pausa para serenarme—. Fui al instituto donde estudia y esperé al tío ese. Cuando lo agarré del cuello ya estaba fuera de mí y se las di de todos los colores. Él se intentó defender sacando una navaja, pero le metí un puñetazo que le partió la nariz. Acabé de perder los nervios y saqué mi pistola. Se la metí en la boca y le juré que como volviera a verlo por allí le volaría la cabeza.
—¿Lamenta lo que pasó?
—Más de lo que se pueda imaginar. Las consecuencias han sido catastróficas —volví a recostarme en el sofá—. No sé si mi hija y mi mujer me perdonarán algún día —una lágrima cayó por mi mejilla derecha.
La doctora me dio una pequeña tregua antes de formular la siguiente pregunta.
—¿Cómo era su vida antes de que pasara eso?
—Hasta hace un par de años todo era normal —dije recobrando algo de tranquilidad—. Luego, no sé… La rutina en casa, demasiado estrés en el trabajo, turnos de noche muy seguidos… Supongo que todo ese cúmulo de cosas hizo que apenas pudiera ver a mi hija y que la relación con mi mujer empezara a venirse abajo. Entonces comencé a beber…, y por consiguiente a perder el control.
—¿Hizo algo para remediarlo?
—Lo intenté, pero cuando no bebía la lucidez me atormentaba más. Era como si estuviese atrapado en arenas movedizas; cuanto más me esforzaba por salir, más me hundía.
Anotó de nuevo en la libreta.
—¿Cómo se siente ahora?
—¿Usted qué cree? ¡Mi vida es una mierda! —el sudor de la frente y las manos volvió a hacer acto de presencia.
Tampoco se inmutó ante mi nueva salida de tono. Estaba demasiado tenso para contestar preguntas, a mi manera de ver, tan evidentes. Se tomó un par de minutos para repasar el cuestionario y volver a la carga.
—Guzmán me dijo que tenía un problema de tipo sexual, veo que no lo ha reflejado aquí.
—¡Joder con Guzmán! Se podía haber metido la lengua en el culo —dije en voz baja, aunque no lo suficientemente baja como para que no me oyera. Me sonrojé de manera exagerada, tragué saliva y continué: —Doctora, hay cosas de las que un hombre no suele hablar por vergüenza.
—Lo entiendo perfectamente —dijo de manera tranquilizadora—. No es usted el primer paciente y seguro que no será el último al que trato con problemas sexuales —hizo una pequeña pausa—. ¿Le gustaría hablarme de ello?
Dudé antes de contestar, pero quizá fuese el momento. Al fin y al cabo no tenía nada que perder.
—No consigo tener erecciones —mi cara se llenó de amargura.
Volvió a darme un breve respiro cuando vio la expresión de mi rostro.
—¿Desde cuándo?
—Hace unos seis meses —contesté con la mirada fija en el suelo.
—Entonces, ¿aún vivía con su mujer cuando le comenzó a pasar? —preguntó después de una nueva y condescendiente pausa.
—Al principio solo conseguía erecciones breves y luego cada vez menos. Ahora nada de nada.
Anotó algo más en la libreta, pero esta vez me pareció que tardaba una eternidad. Clavé la mirada en el techo y cerré los ojos. Los volví a abrir cuando oí de nuevo su voz.
—¿Qué le ha parecido Paloma?
—¿Quién, su secretaria? —acerté a preguntar algo desconcertado, casi balbuceando.
Asintió con la cabeza con la mirada fija en mí.
—Muy simpática.
—No me refería a eso, ya sabe… ¿Ha sentido atracción por ella? ¿Ha «despertado» algo en usted?
Mi indecisión ante su pregunta, obligó a que tuviese que formularla de manera más directa.
—¿Le ha parecido atractiva? ¿Excitante?
—Sería un cínico si no admitiese que es muy atractiva —entré al trapo de manera directa—. Y sí, me atrae sexualmente, como le pasará a muchos hombres. Pero no entiendo muy bien adónde quiere ir a parar —hice una pequeña mueca con la boca.
—Bueno… Supuse que antes, cuando fue al servicio, pudo intentar «desahogarse».
—Fui a refrescarme un poco porque estaba muy tenso. De verdad, no sé adónde quiere llegar con tanto misterio —insistí.
—Me temo que le debo una explicación —dijo en tono de disculpa—. Ha sido víctima de una pequeña trampa. Al saber de su problema sexual, decidí poner en práctica un método de estimulación visual con alguien a quien acabara de conocer. Entonces le pedí a Paloma que se mostrara sexy y sugerente, para ver si había en usted alguna reacción. Como habrá podido comprobar, tiene encantos suficientes para tal fin y además es una chica muy dispuesta.
—Así que ha sido solo eso, un truco.
—¿Espero que no le haya molestado?
No contesté. Me limité a mirarla muy fijamente, «ciertamente es una bruja», pensé mientras ella anotaba en su libreta.
Segundos después me interrogué a mí mismo: «¿Qué esperabas…, que un tío de aspecto tan descuidado pudiera resultarle atractivo a una joven tan hermosa? ¡Qué iluso!». De niño, alguna vez oí decir a mi tío Juan: «Los pájaros no caen en tu trampa si la has puesto a la vista». Yo me acababa de dar de bruces contra ella y comprendí hasta qué punto me había abandonado mi intuición.
—Soy un pardillo —dije entre dientes.
—Perdón, ¿ha dicho algo? —la doctora reaccionó de inmediato ante mi comentario.
—Cosas mías.
Escribió un par de minutos y volvió a hablar. Mientras lo hacía, recapacité sobre el ridículo espantoso que acaba de hacer. Otra más para añadir a una larga lista de estupideces.
—Bueno, Gabriel, creo que por hoy es suficiente.
Cerró la libreta, se levantó y la dejó sobre la mesa. Cogió su bolígrafo y garabateó en un bloc de notas. Arrancó la hoja escrita y me la ofreció amablemente.
—La disfunción eréctil es un problema común entre los hombres con adicción al alcohol o con excesiva ansiedad o estrés. Lo más importante es que continúe sin beber. Pida cita con su médico de Atención Primaria y dele esto. Son unas pastillas que le ayudarán a controlar la abstinencia, pero necesitará fuerza de voluntad. Empezará con una diaria e irá aumentando la dosis cada día hasta llegar a tres. Aunque no ocurre con mucha frecuencia, puede tener náuseas o vómitos. Si son muy continuos deje de tomarlas y me llama. También es conveniente que vaya dejando gradualmente las pastillas para dormir. Quizá le venga bien leer —sugirió—, es una actividad que relaja y además estimula el cerebro. Puede ser una buena distracción para que no piense en los problemas que le atormentan. Por ahora, eso es todo. Si le parece bien nos vemos en tres días. Ahora, Paloma le dará cita —me tendió la mano para despedirme.
La estreché con notoria severidad en el rostro y fui incapaz de articular una sola palabra de agradecimiento. Cabizbajo, dispuesto a salir de aquella encerrona lo antes posible, me dirigí hacia la puerta y la abrí.
—Quizá ahora no lo entienda, pero todo esto es por su bien —las palabras de la doctora resonaron a mis espaldas haciéndome reaccionar.
—Me he propuesto salir de esta sea como sea —dije con una mano en el picaporte—. Si esto va a servir para ayudarme, gracias. Intentaré hacer todo lo posible por seguir sus consejos.
Al cerrar la puerta, una vez más, allí estaba la joven rubia, Paloma. Entreabrió su boca ofreciéndome de nuevo una sonrisa. Mientras nos dirigíamos a la recepción se expresó con voz casi infantil.
—Espero que no le haya molestado el pequeño experimento al que le hemos sometido.
—No ha sido agradable —me mostré muy contrariado por el engaño.
—Siento que se lo haya tomado tan mal —su voz denotó culpabilidad—. No era mi intención ofenderle.
Miré sus ojos, su mirada resultaba enternecedora.
—No le dé más vueltas —intenté zanjar el asunto—. Aunque… —de repente algo me obligó a insistir en el tema sin apartar la vista de su hermosa cara de niña buena—. ¿Qué habría pasado si me hubiera dejado llevar por mis instintos y la hubiese intentado besar?
Su rostro demostró incertidumbre durante un breve instante. Luego, esa mirada pícara retornó al rostro de inmediato.
—Me temo que eso nunca los sabremos —sonrió mientras abría la agenda de citas—. ¿Cuándo ha dicho la doctora que volverá a verle?
—En tres días.
—Vamos a ver… —ojeó por encima la agenda—. ¿Qué le parece el jueves a la misma hora?
—El jueves está bien y me vale cualquier hora —me encogí de hombros.
—Pues ya está anotado, el jueves día nueve a la una.
—Adiós, Paloma, nos vemos el jueves —le ofrecí mi mano de manera cortés.
Se acercó a mí pero no la estrechó, puso las manos sobre mis hombros y me dio un beso en cada mejilla.
—Adiós, Gabriel, encantada de conocerte.
Aquel gesto me descolocó por completo. Salí fuera de la consulta y, mientras esperaba el ascensor, en mi cabeza chocaban pensamientos contradictorios: ¿he vuelto a caer en la trampa o es posible que le guste de verdad?
—¡Joder!, soy un pardillo —exclamé en voz alta.
En la calle hacía más calor que cuando llegué, la mayoría de comercios tenían echado el cierre y había menos gente. Miré el reloj. Eran las dos y cuarto, y aunque era la hora de comer, no tenía ni pizca de hambre. Anduve hacia la boca de metro absorto, como en volandas, pensando en su cuerpo desnudo y en cómo sería hacer el amor con ella; sudorosa, caliente, sobre mí, una hora, dos horas, toda la noche… Antes, las veces que fantaseaba con una mujer sentía un hormigueo en el bajo vientre e incluso me producía una erección. Ahora…, nada de nada.


El libro Arcágeles está inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid.
Prohibida la reproducción total o parcial de este texto sin permiso del autor.

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