Las letras del crimen
sábado, 27 de octubre de 2018
jueves, 18 de octubre de 2018
sábado, 29 de septiembre de 2018
domingo, 23 de septiembre de 2018
Próxima edición de mi primera novela
Tengo el placer de comunicaros que en breve editaré y estará a la venta mi primera novela, Arcángeles. Os mantendré informados del día de la presentación.
viernes, 23 de octubre de 2015
Sí, por fin he decidido sacar a la luz este proyecto que se empezó a gestar en mi cabeza allá por Semana Santa de 2013.
Un buen día decidí dar el salto y pasarme al otro lado, ese en que alguien desconocido para nosotros nos hacía sentir experiencias increíbles en otros mundos, cercanos o no.
Os dejo el primer capítulo de Arcángeles. Si os gusta, habré conseguido una doble misión, porque yo ya me divertí escribiéndolo.
Disfrutadlo!!!!!!!
El incidente (algunos meses antes)
A
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quel tipo no se esperaba el primer golpe, tampoco el segundo. En el
tercero tomó precauciones y se cubrió la cara con el antebrazo, pero mi puño,
lleno de ira, impactó sobre su mentón y lo dejó aún más aturdido. A duras
penas, echó mano al bolsillo trasero de sus raídos vaqueros y me mostró el filo
de una navaja. No soy un experto en artes marciales, pero con lo aprendido en
la academia tuve suficiente para desarmarlo. La ofensa le costó otro puñetazo
aún más violento. Oí cómo crujía su tabique nasal e inmediatamente un borbotón
de sangre le inundaba la cara mientras se retorcía de dolor y caía al suelo.
Estaba fuera de mí, hasta tal punto que le golpeé
las costillas con un par de patadas. Él se protegió haciéndose un ovillo que
deshice con un certero golpe en los riñones. Entre quejidos de dolor, no paraba
de pedir clemencia. Me arrodillé, le agarré del pelo y giré su cabeza para
encontrar sus ojos.
—Ahora ya sabes quién soy y lo que puedo hacerte.
—¡Puto madero de mierda! —farfulló mostrando sus
dientes manchados de sangre.
La mía hirvió en las venas de manera salvaje.
Entonces saqué mi pistola y le metí el cañón dentro de la boca. El arma chocaba
contra los dientes debido a la tensión acumulada, mientras que sus ojos seguían
vertiendo lágrimas que se iban mezclando con la sangre al llegar a las
inmediaciones de su nariz.
—¡Te voy a volar la puta tapa de los sesos! ¿Me
oyes, cabrón?
Su camiseta sirvió para limpiar la pistola antes de
volver a guardarla. Me incorporé y, de nuevo, mi odio se clavó en sus ojos
antes de darme la vuelta para largarme de allí.
—Sabes que esto no quedará así, ¿verdad, cabrón?
—dijo, entre gimoteos, antes de expulsar un gran esputo teñido de sangre.
—¡Me importa una mierda!
Los pájaros no caen en tu trampa si la has puesto a la
vista
Lunes, 6 de agosto de 2012
L
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a tormentosa jaqueca que me perseguía durante varios días volvió a
estallar en mi cabeza. Era como una de esas nubes de otoño que se agarran a las
montañas y no las dejan en semanas. Esta llevaba conmigo, tronando en mi
cerebro y descargando un diluvio de reflexiones, desde el incidente. Sus
efectos habían sido tan desastrosos como imaginables.
No sé en qué momento perdí las riendas de mi vida,
pero sabía que hoy podía ser el comienzo de algo que lograse revertir el
proceso, porque, como bien dice mi madre, lo único que no tiene solución es la
muerte. Sea como fuere, allí estaba, sentado en el retrete, masajeándome las
sienes con los dedos para aliviar el dolor de cabeza.
Cerré el grifo y salí de la ducha. Cuando terminé
de secarme, me enrollé la toalla alrededor de la cintura y me senté; y volví a
repetir el masajeo obteniendo mejor resultado. Me levanté y me miré en el
espejo, que me ofreció una figura espectral, con el rostro avejentado, los ojos
enrojecidos por la falta de sueño y una extrema lividez en las ojeras, que se
entendían por una cara paliducha, de aspecto descolorido y enfermizo, con barba
de varios días y greñas dignas de un hippie de los sesenta en fase de
desintoxicación.
—¿Quién eres? ¿Dónde está el hombre que antes
habitaba ese cuerpo? —Una voz insignificante resonó en mi cerebro a modo de
conciencia, como si intentase pedirme explicaciones sobre mi estado actual. No
hubo respuesta, porque aquel hombre estaba lejos de allí, había sido arrastrado
por la marea hacia el fondo del inmenso mar, tan inmenso como la soledad en la
que me encontraba en aquel momento.
Me peiné e intenté alisar las ondulaciones del pelo
y en el cepillo quedaron atrapados algunos cabellos castaños mezclados con un
par de canas. Me afeité a duras penas, dejando un par de mellas en la cara,
nada que no se pudiera reparar con unos pequeños trozos de papel higiénico. De
regreso en la habitación, me senté en la cama aún deshecha. A mi alrededor todo
era desorden; la ropa tirada de cualquier manera por todas partes, el calzado
esparcido por el suelo y varias botellas de whisky barato extintas encima de la
mesilla. Pensé que debía poner fin a aquello antes de parecerme a un anciano
con síndrome de Diógenes. Pero para eso ya habría tiempo, ahora debía marcharme
de allí pitando si no quería llegar tarde a la cita.
Me enfundé mis inseparables vaqueros y una camisa
de verano de color caqui. Estaba un poco arrugada, pero ya no tenía remedio. La
soledad es lo que tiene, ahora no estaba mamá para hacerlo. Pasé por la cocina
y abrí la nevera, di un buen trago de agua para aplacar la sed y deshacerme de
la pastosidad de la boca. Luego, entré en el salón, cogí el móvil, la cartera y
las llaves de encima de la mesa y salí de casa.
Al llegar a la esquina advertí que mi autobús se
alejaba de la parada, así que decidí coger el metro y aceleré el paso para
ganar el tiempo perdido.
El convoy traqueteaba rápidamente por los túneles,
como un topo metálico bajo el subsuelo de Madrid. El vagón estaba casi vacío;
dos personas que charlaban en uno de sus extremos y un grupo de jóvenes
extranjeros que me pareció que hablaban en alemán. Reían de manera escandalosa
mientras uno de ellos cantaba con un horroroso y a la vez desafinado tono de
voz. No me pude contener y esbocé una sonrisa. Al ver mi gesto, una de las
chicas cuchicheó algo ininteligible a los demás que hizo que las carcajadas
fuesen aún más fuertes.
El tren llegó a Cuatro Caminos, se abrió la puerta
y bajé del vagón. Miré de nuevo el reloj y comprobé que me sobraba tiempo, así
que subí con calma por las escaleras mecánicas hasta llegar a la calle. Fuera
hacía calor, pero no era agobiante, lo que propiciaba que la ciudad se mostrase
viva aunque fuese agosto. Había personas paseando por la calle, algunas de
ellas turistas, y como era la hora del aperitivo, las terracitas de los bares
estaban casi repletas. En muchos negocios se veía el cartel de cerrado por
vacaciones. Aproveché para entretenerme mirando alguno de los escaparates de
los que estaban abiertos.
Volví a mirar mi reloj; solo faltaban doce minutos
para la una. Saqué del bolsillo de mis vaqueros el papel con la dirección que
me anotó Guzmán: Bravo Murillo, 122, 6.º D, Gabinete Iglesias. Después de un
rápido vistazo a mi alrededor, localicé el portal en la acera de enfrente y
crucé la calle. Empresa fácil, pues apenas había tráfico, algunos taxis, un par
de autobuses, pero casi ningún vehículo particular. Sin duda era el sueño de
cualquier conductor madrileño.
El 122 era un edificio muy grande de siete plantas
y con amplios ventanales, de estilo modernista, probablemente de primeros del
siglo xx, pero se notaba que había sido reformado. La combinación del rojo de
sus ladrillos y el blanco de la fachada, junto con los dinteles tallados de las
ventanas y las barandillas de los balcones, lo hacían muy distinguido y le
daban un aspecto burgués. La puerta era de forja y cristal y estaba coronada
con un arco de medio punto, también acristalado. El directorio del portero automático
indicaba que allí había, además de domicilios particulares, una asesoría, un
podólogo, una clínica dental y hasta una agencia de viajes. Apreté el botón del
6.º D, di un paso atrás y alcé la mirada hacia las nubes. Sonó una suave voz
femenina.
—¿Quién es?
—Gabriel Almansa, tengo cita a la una —contesté.
—Muy bien, suba.
Empujé la pesada puerta y entré en el vestíbulo.
Hacía fresco. De sus paredes revestidas de mármol rosáceo colgaban, en la parte
izquierda, un gran espejo, delante del cual pude arreglarme un poco el pelo, y
en la derecha un cuadro dividido en cuatro partes con una bonita panorámica
nocturna del centro de Madrid. En el suelo, a cada lado de la puerta, dos
exuberantes ficus daban un aspecto exótico a la estancia. Un pequeño tramo de
escaleras, de unos diez escalones, desembocaba en el vestíbulo principal. A la
derecha estaba el mostrador de la recepción y justo enfrente los ascensores.
Tomé el de la derecha, que tenía la puerta abierta, y pulsé el botón. Salí del
ascensor cuando este se detuvo en la sexta planta y en un momento estuve frente
a la puerta con la letra D. Junto a ella observé una placa metálica en la que
se leía: Gabinete Iglesias, Psicólogos. Aspiré profundamente y llamé al timbre.
La puerta se abrió al cabo de unos instantes. Tras ella, una joven con una gran
melena rubia que resbalaba sobre sus hombros me obsequió con una generosa
sonrisa, mostrando unos dientes casi perfectos. La piel de su cara, bastante
maquillada, era como la porcelana, blanca y suave, y en ella lucían dos grandes
ojos de un azul intenso. Unos grandes labios carnosos, pintados de rojo carmín,
remataban la belleza de su rostro.
—Buenos días, señor Almansa. Me llamo Paloma —dijo
con voz suave, casi sensual.
Respondí a su saludo amablemente mientras mis ojos
seguían ocupados en descubrir su belleza.
Vestía una blusa azul celeste abotonada pero con un
generoso escote, y una minifalda de tubo de color negro. Calzaba unas sandalias
azules trenzadas y con plataforma de madera que la elevaban casi diez
centímetros del suelo.
—Pase y siéntese, la doctora Iglesias le atenderá
en breve —me señaló un sofá con un delicado movimiento de su mano.
Agradeciendo su gesto me senté en él. Sin darme
tiempo a acomodarme me ofreció un café mientras esperaba, pero negué con la cabeza.
—La doctora está con un paciente, pero no tardará
mucho —explicó con voz suave y cadenciosa—. Mientras tanto deberá rellenar un
cuestionario y firmar el consentimiento médico informado. Espere un momento,
ahora mismo vuelvo.
Aproveché su salida de la recepción para observar
más detalladamente su cuerpo: muslos firmes, largas piernas y un trasero muy
bien torneado. Era verdaderamente hermosa y además con un cuerpo escultural, el
sueño de cualquier hombre.
Noté que mis manos temblaban en exceso y me escocían
los ojos. Casi no había dormido la noche anterior y me encontraba muy cansado,
así que recosté la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. El sofá era muy
cómodo, la temperatura agradable y una dulce y armoniosa melodía salía de unos
altavoces encastrados en el techo y me fue envolviendo, poco a poco, hasta que
casi me quedé dormido. Solo el taconeo de unos zapatos sobre el suelo de tarima
hizo que despertara de aquel pequeño trance.
—Aquí tiene el cuestionario, le presto mi bolígrafo
para rellenarlo —sonrió de nuevo la joven rubia—. También le he traído un vaso
de agua fresca, he notado que venía acalorado.
Se acercó a mí para ofrecérmelo y observé que se
había desabotonado la camisa, uno o dos botones, y dejaba entrever algo más de
su escote. Me levanté del sofá exhibiendo una amplia sonrisa, alargué la mano y
cogí el vaso de agua. Mi mirada acarició sus pechos firmes resaltados por la
blusa. Fue solo un instante, pero percibí que se había dado cuenta de mi gesto
y disimulé de manera torpe derramando algunas gotas del vaso al cogerlo. Ella
sonrió y rozó mi mano suavemente con sus dedos haciendo que se me pusiesen los
pelos de punta. Le di las gracias atropelladamente y enseguida me aparté.
—De nada —sonrió otra vez, esta vez de manera
pícara—. Si necesita algo no dude en pedírmelo.
Me senté y comencé a responder las preguntas del
cuestionario: ¿de dónde eres?, ¿cuántos años tienes?, ¿estás casado?, ¿en qué
trabajas?... Mientras escribía no me podía quitar de la cabeza aquella caricia
furtiva sobre mi piel y me volví a estremecer; levanté la mirada hacia el
mostrador donde estaba ella y comprobé que me observaba de manera descarada.
Agaché la cabeza como un tímido colegial y, ruborizado, seguí con el
cuestionario hasta completarlo. Luego leí el consentimiento médico y lo firmé.
—Ya está listo —exclamé después de tragar saliva
para aclararme la voz—. ¿Dónde está el servicio? —me levanté del sofá.
—Acompáñeme —dijo haciéndome un gesto con la mano—.
De paso llevaré el cuestionario a la doctora Iglesias.
Mientras la seguía, observé que era un piso
bastante grande que habían convertido en consulta. Había poca luz, esto le daba
un ambiente íntimo; sus largos pasillos, con varias puertas a un lado y a otro,
provocaban en mí la sensación de estar atrapado en un pequeño laberinto. Tras
dar una docena de pasos, la joven me señaló la puerta del fondo del pasillo,
luego giró sobre sí misma y se marchó. Seguí con la mirada el exagerado
contoneo de sus caderas mientras se alejaba, parecía exhibirse en la pasarela
de un desfile de modas.
Entré al servicio y encendí la luz. Me llevé la
mano a la frente y aparté unas gotas de sudor que aparecieron por el
nerviosismo. Echaba de menos un trago. Llevaba una semana sin beber y aquello
empezaba a hacerse eterno.
Me senté sobre la tapa del retrete. Volví a
utilizar el truco del masaje en las sienes y moví de un lado a otro la cabeza
para estirar los músculos del cuello y aliviar la tensión. Llené el lavabo de
agua fría y me mojé la cara y la nuca. Luego me sequé la cara con fuerza y al
menos eso me despejó. Nada más cerrar la puerta del baño, me encontré de bruces
con la joven.
—La doctora le espera, acompáñeme por favor.
La seguí hasta que llegamos frente a una puerta en
la que ella tocó con los nudillos suavemente un par de veces.
—Adelante —sonó tras la puerta.
—Pase, señor Almansa —dijo la joven, mostrando de
nuevo lo orgullosa que estaba de sus dientes.
Una vez dentro, noté un intenso olor a perfume
caro. La evidencia me decía que aquella mujer sentada tras el escritorio era la
doctora Iglesias. Aparentaba unos cincuenta años. Su pelo era negro, al igual
que sus ojos, y me pareció muy delgada. Eso hacía que su nariz destacase
enormemente en su cara. Llevaba un vestido gris marengo cruzado en el pecho,
alrededor de su cuello un collar de perlas y en sus muñecas lucía un bonito
reloj y un par de pulseras de oro. Se levantó de su asiento y se acercó a mí
para estrechar mi mano.
—Soy la doctora Teresa Iglesias. Encantada de
conocerle, Gabriel. Póngase cómodo —dijo señalándome un sofá de piel—. ¿Le
apetece un refresco o un café?
—No, muchas gracias —moví la cabeza en señal
negativa.
—Si me disculpa, vuelvo en un instante.
Mientras me ponía cómodo, observé el despacho. Era
amplio, o eso me pareció a mí. Puede que fuera la escasez de mobiliario: el
sofá, una silla frente al escritorio y otra detrás de él, un armario, y al
fondo, junto a la ventana, una lámpara de pie que daba luz a la estancia, ya
que las persianas estaban bajadas. Las paredes eran de un color malva muy suave
y de ellas colgaban numerosos diplomas y un par de orlas universitarias.
—Ya estoy aquí —dijo cerrando la puerta tras ella—.
Voy a bajar un poco la luz, así estaremos mejor.
Se acercó a la llave de la luz y giró una pequeña
rueda, aunque la claridad de la estancia no disminuyó al instante, sino que se
fue desvaneciendo a cámara lenta. El despacho quedó casi en tinieblas y mis
ojos lo agradecieron. Acercó la silla que había enfrente del escritorio a los
pies del sofá, se sentó en ella y cruzó las piernas con agilidad. En las manos
llevaba una carpeta y una pequeña libreta. La poca luz que había en el despacho
y la posición en la que se sentó bajo la lámpara hicieron que su cara se
alargara aún más que antes. Me pareció estar enfrente de una bruja de cuento,
solo le faltaba la verruga y abrir la boca enseñando la ausencia de algún
diente.
Reprimí una sonrisa.
—¿Le parece bien si comenzamos? —preguntó.
Asentí con la cabeza sin más.
—He visto que no es la primera vez que acude al
psicólogo. ¿Sabe entonces en qué consiste este tipo de entrevistas?
—De aquello hace... —intenté recordar la fecha
exacta pero no pude concretar—. Unos diez años. Hubo un tiroteo. Tuve que
utilizar mi arma y murió gente. El protocolo policial me obligó a asistir a
unas sesiones.
—Está bien. No volveremos a hablar de eso a no ser
que usted desee hacerlo.
—Eso está superado.
—Muy bien. Pues entonces empecemos con lo que nos
atañe en este momento. El inspector Guzmán me ha comentado que tiene problemas.
¿Desea que le ayudemos?
—Si estoy aquí, es evidente que necesito ayuda.
Aunque mi respuesta sonó algo chulesca, ella me
alentó con una tímida sonrisa.
—Es un buen comienzo. Admitir un problema es lo más
importante, luego todo es más fácil.
Cogió la libreta y anotó algo mientras me
preguntaba:
—¿Cuánto hace que conoce a Guzmán?
—Unos seis años, más o menos —respondí haciendo
algo de memoria.
—¿Qué opina de él?
—¿Es necesario que conteste? —me incomodó la
pregunta, las manos me empezaron a sudar y me puse más nervioso aún.
—No —replicó ella de inmediato—. Puede abstenerse
de responder cuando lo desee, pero será más fácil para todos si lo hace. Todo
lo que diga es confidencial —dijo para infundir algo más de confianza.
Tras unos segundos de reflexión me decidí a
contestar.
—Es... —no encontraba las palabras—. Diferente.
En su cara asomó una discreta sonrisa.
—Guzmán puede tener muchos calificativos, pero
diferente es lo mejor que he podido oír sobre él.
Su ingeniosa respuesta me hizo sonreír y me relajé
un poco. La verdad es que Guzmán a veces era como un grano en el culo.
—Supuse que por cómo insistió en que le tratase le
tiene en gran estima. ¿Son muy amigos?
—Quizá al principio de conocernos… Antes era un
tipo más tranquilo y agradable. Ahora..., digamos que no apruebo sus métodos y
nos hemos distanciado un poco.
Volvió a tomar la libreta y de nuevo escribió algo.
Luego abrió la carpeta y cogió el cuestionario que yo había rellenado. Lo ojeó,
se detuvo en la segunda hoja y me preguntó si había bebido recientemente.
—No —respondí secamente.
—¿Desde cuándo no bebe?
—Desde hace una semana.
—¿Le gustaría beber ahora?
—¡Pues claro! —dije con chulería—. Soy un borracho
y los borrachos beben.
No dijo nada, se limitó a coger la libreta y volvió
a escribir. Su cara no mostró ningún signo de contrariedad a pesar de que mi respuesta
fue del todo estúpida e innecesaria.
—Veo que toma pastillas para dormir —dijo sin
levantar la vista del cuestionario.
—Sí.
—¿De qué tipo y qué dosis?
—Midazolam, 15 mg al día, antes tomaba Alprazolam
pero no me hacían suficiente efecto.
También lo anotó en la libreta.
—¿Toma o ha tomado drogas? —alzó la vista para
buscar mis ojos.
—Algún que otro porro, ya sabe…, las tonterías que
hacía uno de chaval para experimentar.
—¿Fuma?
—Lo dejé hace tiempo. Ahora solo fumo cuando estoy
muy nervioso. Digamos que me relaja.
Volvió a coger el cuestionario con mis datos y
siguió leyendo.
—Está casado y tiene una hija, ¿verdad?
—Sí, pero no vivimos juntos. Mi mujer quiere que
las cosas se tranquilicen antes de tomar una decisión definitiva. Mi hija vive
con ella, tiene catorce años —un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Desde
nuestra separación, hablar de ellas me producía demasiada emoción y no pude
contenerme, me llevé las manos a la cara y respiré profundamente.
—¿Está bien? —preguntó al ver mi gesto.
—No es nada, solo estoy un poco nervioso.
Con extrema amabilidad esperó a que me serenase
para seguir con la entrevista.
—Guzmán me dijo que estaba suspendido de empleo y
sueldo. ¿Desde cuándo?
—Hace cuatro meses.
—¿Le importaría contarme qué ocurrió?
—Agredí a un tío y saqué mi arma sin causa
justificada.
—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo.
—Pillé a mi hija con unas pastillas de éxtasis. A
pesar de que me juró que las guardaba para unas amigas y que nunca las había
tomado, le di un par de bofetadas. Luego, conseguí que me dijera qué camello se
las había pasado —se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron algunas
lágrimas.
—¿Le parece que paremos un momento? —preguntó con
un tono muy tranquilizador, casi piadoso.
—No —dije tomando aire—. Estoy bien.
Despegué la espalda del sofá y me incorporé
mínimamente, la miré a los ojos y continué.
—Para un poli, que su hija se meta la mierda que él
intenta eliminar de las calles es lo peor. He visto chicas de su edad colgadas
por las drogas y a punto de morir. Eso es difícil de digerir para un padre
—hice una pequeña pausa para serenarme—. Fui al instituto donde estudia y
esperé al tío ese. Cuando lo agarré del cuello ya estaba fuera de mí y se las
di de todos los colores. Él se intentó defender sacando una navaja, pero le
metí un puñetazo que le partió la nariz. Acabé de perder los nervios y saqué mi
pistola. Se la metí en la boca y le juré que como volviera a verlo por allí le
volaría la cabeza.
—¿Lamenta lo que pasó?
—Más de lo que se pueda imaginar. Las consecuencias
han sido catastróficas —volví a recostarme en el sofá—. No sé si mi hija y mi
mujer me perdonarán algún día —una lágrima cayó por mi mejilla derecha.
La doctora me dio una pequeña tregua antes de
formular la siguiente pregunta.
—¿Cómo era su vida antes de que pasara eso?
—Hasta hace un par de años todo era normal —dije
recobrando algo de tranquilidad—. Luego, no sé… La rutina en casa, demasiado
estrés en el trabajo, turnos de noche muy seguidos… Supongo que todo ese cúmulo
de cosas hizo que apenas pudiera ver a mi hija y que la relación con mi mujer
empezara a venirse abajo. Entonces comencé a beber…, y por consiguiente a
perder el control.
—¿Hizo algo para remediarlo?
—Lo intenté, pero cuando no bebía la lucidez me
atormentaba más. Era como si estuviese atrapado en arenas movedizas; cuanto más
me esforzaba por salir, más me hundía.
Anotó de nuevo en la libreta.
—¿Cómo se siente ahora?
—¿Usted qué cree? ¡Mi vida es una mierda! —el sudor
de la frente y las manos volvió a hacer acto de presencia.
Tampoco se inmutó ante mi nueva salida de tono.
Estaba demasiado tenso para contestar preguntas, a mi manera de ver, tan
evidentes. Se tomó un par de minutos para repasar el cuestionario y volver a la
carga.
—Guzmán me dijo que tenía un problema de tipo
sexual, veo que no lo ha reflejado aquí.
—¡Joder con Guzmán! Se podía haber metido la lengua
en el culo —dije en voz baja, aunque no lo suficientemente baja como para que
no me oyera. Me sonrojé de manera exagerada, tragué saliva y continué:
—Doctora, hay cosas de las que un hombre no suele hablar por vergüenza.
—Lo entiendo perfectamente —dijo de manera
tranquilizadora—. No es usted el primer paciente y seguro que no será el último
al que trato con problemas sexuales —hizo una pequeña pausa—. ¿Le gustaría
hablarme de ello?
Dudé antes de contestar, pero quizá fuese el
momento. Al fin y al cabo no tenía nada que perder.
—No consigo tener erecciones —mi cara se llenó de
amargura.
Volvió a darme un breve respiro cuando vio la
expresión de mi rostro.
—¿Desde cuándo?
—Hace unos seis meses —contesté con la mirada fija
en el suelo.
—Entonces, ¿aún vivía con su mujer cuando le
comenzó a pasar? —preguntó después de una nueva y condescendiente pausa.
—Al principio solo conseguía erecciones breves y
luego cada vez menos. Ahora nada de nada.
Anotó algo más en la libreta, pero esta vez me
pareció que tardaba una eternidad. Clavé la mirada en el techo y cerré los
ojos. Los volví a abrir cuando oí de nuevo su voz.
—¿Qué le ha parecido Paloma?
—¿Quién, su secretaria? —acerté a preguntar algo desconcertado,
casi balbuceando.
Asintió con la cabeza con la mirada fija en mí.
—Muy simpática.
—No me refería a eso, ya sabe… ¿Ha sentido
atracción por ella? ¿Ha «despertado» algo en usted?
Mi indecisión ante su pregunta, obligó a que
tuviese que formularla de manera más directa.
—¿Le ha parecido atractiva? ¿Excitante?
—Sería un cínico si no admitiese que es muy
atractiva —entré al trapo de manera directa—. Y sí, me atrae sexualmente, como
le pasará a muchos hombres. Pero no entiendo muy bien adónde quiere ir a parar
—hice una pequeña mueca con la boca.
—Bueno… Supuse que antes, cuando fue al servicio,
pudo intentar «desahogarse».
—Fui a refrescarme un poco porque estaba muy tenso.
De verdad, no sé adónde quiere llegar con tanto misterio —insistí.
—Me temo que le debo una explicación —dijo en tono
de disculpa—. Ha sido víctima de una pequeña trampa. Al saber de su problema
sexual, decidí poner en práctica un método de estimulación visual con alguien a
quien acabara de conocer. Entonces le pedí a Paloma que se mostrara sexy y
sugerente, para ver si había en usted alguna reacción. Como habrá podido
comprobar, tiene encantos suficientes para tal fin y además es una chica muy
dispuesta.
—Así que ha sido solo eso, un truco.
—¿Espero que no le haya molestado?
No contesté. Me limité a mirarla muy fijamente,
«ciertamente es una bruja», pensé mientras ella anotaba en su libreta.
Segundos después me interrogué a mí mismo: «¿Qué
esperabas…, que un tío de aspecto tan descuidado pudiera resultarle atractivo a
una joven tan hermosa? ¡Qué iluso!». De niño, alguna vez oí decir a mi tío
Juan: «Los pájaros no caen en tu trampa si la has puesto a la vista». Yo me
acababa de dar de bruces contra ella y comprendí hasta qué punto me había
abandonado mi intuición.
—Soy un pardillo —dije entre dientes.
—Perdón, ¿ha dicho algo? —la doctora reaccionó de
inmediato ante mi comentario.
—Cosas mías.
Escribió un par de minutos y volvió a hablar.
Mientras lo hacía, recapacité sobre el ridículo espantoso que acaba de hacer.
Otra más para añadir a una larga lista de estupideces.
—Bueno, Gabriel, creo que por hoy es suficiente.
Cerró la libreta, se levantó y la dejó sobre la
mesa. Cogió su bolígrafo y garabateó en un bloc de notas. Arrancó la hoja
escrita y me la ofreció amablemente.
—La disfunción eréctil es un problema común entre
los hombres con adicción al alcohol o con excesiva ansiedad o estrés. Lo más
importante es que continúe sin beber. Pida cita con su médico de Atención
Primaria y dele esto. Son unas pastillas que le ayudarán a controlar la
abstinencia, pero necesitará fuerza de voluntad. Empezará con una diaria e irá
aumentando la dosis cada día hasta llegar a tres. Aunque no ocurre con mucha
frecuencia, puede tener náuseas o vómitos. Si son muy continuos deje de
tomarlas y me llama. También es conveniente que vaya dejando gradualmente las
pastillas para dormir. Quizá le venga bien leer —sugirió—, es una actividad que
relaja y además estimula el cerebro. Puede ser una buena distracción para que
no piense en los problemas que le atormentan. Por ahora, eso es todo. Si le
parece bien nos vemos en tres días. Ahora, Paloma le dará cita —me tendió la
mano para despedirme.
La estreché con notoria severidad en el rostro y
fui incapaz de articular una sola palabra de agradecimiento. Cabizbajo, dispuesto
a salir de aquella encerrona lo antes posible, me dirigí hacia la puerta y la
abrí.
—Quizá ahora no lo entienda, pero todo esto es por
su bien —las palabras de la doctora resonaron a mis espaldas haciéndome
reaccionar.
—Me he propuesto salir de esta sea como sea —dije
con una mano en el picaporte—. Si esto va a servir para ayudarme, gracias.
Intentaré hacer todo lo posible por seguir sus consejos.
Al cerrar la puerta, una vez más, allí estaba la
joven rubia, Paloma. Entreabrió su boca ofreciéndome de nuevo una sonrisa.
Mientras nos dirigíamos a la recepción se expresó con voz casi infantil.
—Espero que no le haya molestado el pequeño
experimento al que le hemos sometido.
—No ha sido agradable —me mostré muy contrariado
por el engaño.
—Siento que se lo haya tomado tan mal —su voz
denotó culpabilidad—. No era mi intención ofenderle.
Miré sus ojos, su mirada resultaba enternecedora.
—No le dé más vueltas —intenté zanjar el asunto—.
Aunque… —de repente algo me obligó a insistir en el tema sin apartar la vista
de su hermosa cara de niña buena—. ¿Qué habría pasado si me hubiera dejado
llevar por mis instintos y la hubiese intentado besar?
Su rostro demostró incertidumbre durante un breve
instante. Luego, esa mirada pícara retornó al rostro de inmediato.
—Me temo que eso nunca los sabremos —sonrió
mientras abría la agenda de citas—. ¿Cuándo ha dicho la doctora que volverá a
verle?
—En tres días.
—Vamos a ver… —ojeó por encima la agenda—. ¿Qué le
parece el jueves a la misma hora?
—El jueves está bien y me vale cualquier hora —me
encogí de hombros.
—Pues ya está anotado, el jueves día nueve a la
una.
—Adiós, Paloma, nos vemos el jueves —le ofrecí mi
mano de manera cortés.
Se acercó a mí pero no la estrechó, puso las manos
sobre mis hombros y me dio un beso en cada mejilla.
—Adiós, Gabriel, encantada de conocerte.
Aquel gesto me descolocó por completo. Salí fuera
de la consulta y, mientras esperaba el ascensor, en mi cabeza chocaban
pensamientos contradictorios: ¿he vuelto a caer en la trampa o es posible que
le guste de verdad?
—¡Joder!, soy un pardillo —exclamé en voz alta.
En la calle hacía más calor que cuando llegué, la
mayoría de comercios tenían echado el cierre y había menos gente. Miré el
reloj. Eran las dos y cuarto, y aunque era la hora de comer, no tenía ni pizca
de hambre. Anduve hacia la boca de metro absorto, como en volandas, pensando en
su cuerpo desnudo y en cómo sería hacer el amor con ella; sudorosa, caliente,
sobre mí, una hora, dos horas, toda la noche… Antes, las veces que fantaseaba
con una mujer sentía un hormigueo en el bajo vientre e incluso me producía una
erección. Ahora…, nada de nada.
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